miércoles, 28 de enero de 2015

La educación postmoderna: el valor de espíritu


¿Qué tipo de educación es el más adecuado en la postmodernidad tardía en la que vivimos? Frente al modelo determinista de la educación clásica dominada por el racionalismo, el empirismo, el entusiasmo con los avances de la ciencia y el respeto a la autoridad del conocimiento como forma de emancipación;  con la llegada de la postmodernidad el pensamiento se define como débil, la indeterminación, el azar, el desorden se anclan como pilares de la nueva epistemología inspirando una ciencia estocástica y probabilista y un mundo líquido acelerado de cambio constante.

La novedad de esta época postmoderna tardía radica en la falta de un modelo de conjunto creíble. Es una época del postdeber, de la mínima exigencia, donde el otro es percibido como peligro o molestia para nuestra autonomía, enfrascados como estamos en un  neoindividualismo que produce un proceso aislacionista y un déficit relacional en nosotros. Es una época donde el camino hacía la emancipación y la formación de la identidad del individuo parece solo posible a través del consumo que satisfaga nuestros deseos narcisistas más inmediatos. La socializacion solo puede darse por la lógica del intercambio de necesidades utilitaristas.

Se impone la premisa que  las estructuras institucionales como la educación deberían ser fluidas y modularse en función a estos deseos de los individuos, influenciados por un entorno de creciente apatía por el desencantamiento del mundo moderno de la organización, la autoridad y el progreso en el conocimiento. Lo que debe predominar en la educación es el entretenimiento ante la competencia de la atención exclusiva que los estudiantes prestan a las pantallas de sus móviles; la formación exclusivamente competencial hiperespecializada para el mundo laboral dejando de lado saberes clásicos reflexivos y críticos no productivos; las relaciones débiles de lazos mercantiles de satisfacción de necesidades mutuas en un mundo donde el otro es visto casi exclusivamente como competidor en el mercado laboral; la poca exigencia con el alumnado y el nulo respeto a la autoridad docente como detentores de un conocimiento que solo se considera útil si puntúa en los test de evaluación externos de la "calidad" educativa, entendida como un mero ranking de centros o países publicados en un periódico.

Pero el gran peligro para la educación postmoderna surge de la obsolescencia cognitiva en la que el cambio acelerado de nuestro mundo provoca que mucho de lo que se aprende quedará desfasado en un breve lapso de tiempo. Se hace necesario entonces replantearse qué tipo de educación sólida para toda la vida debe impartirse en nuestras aulas. La respuesta puede venir de nuevo de la vuelta a nuestros Clásicos: retornar al "valor del espíritu" que como demostró el poeta Paul Valéry contiene la condición de riqueza en todas sus formas.

Los conocimientos que nos proporcionan los clásicos del pensamiento humanista y la ciencia con conciencia que configuran ese valor del espíritu humano, pueden no convertirse directamente en un valor de intercambio mercantil, pero su perdurable solidez educativa radica precisamente en que no son reductibles a un simple valor de uso y, a su vez, tienen la potencia de convertirse en productores de riqueza en todas sus formas, ya que en ellos radican la esencia de ese espíritu humano que siempre lucha para desplegarse más allá de los cambios circunstanciales.Son saberes que lejos de diluirse en un aumento constante de la rapidez y la calculabilidad, son capaces de sobrepasar la usura del tiempo y darnos sólidos modelos de vida crítica con sentido, al modo de la paideia griega, teniendo implícita la potencia de crear nuevas y ricas realidades. La educación postmoderna debería volver a ser la del valor del espíritu humano si quiere perdurar y realmente formar personas.




lunes, 19 de enero de 2015

La ética del cuidado: la alteridad como responsabilidad


¿Es la desafección mutua la principal característica de nuestras relaciones sociales? El Otro, en nuestro sistema de relaciones que impera en las sociedades actuales, es simplemente visto como neutro: como alguien con el que desarrollar pactos e intercambios que permitan alcanzar nuestros objetivos y deseos. Nos atenemos a la legalidad estricta. En algunas tradiciones éticas como por ejemplo la norteamericana, se entiende la ética restrictivamente: como la mera subjección y cumplimiento de las leyes (el compliance legal) , sin tener en cuenta cuestiones morales que sobrepasen esta visión. Pero la ley y los pactos no lo resuelven todo. Seguir la legalidad estricta es en el fondo la materialización más evidente de la desconfianza. Nuestro sistema sufre de la problemática del reconocimiento de la alteridad.

En nuestro sistema productivo, en nuestras empresas o en el sistema institucional reconocemos al Otro: al trabajador, al cliente o al ciudadano, como alguien que detenta dignidad como Ser Humano, pero nuestro compromiso con él no se extiende más allá. Nos comportamos con neutralidad e indiferencia  con los demás cuando no nos sirven para obtener algo pactadamente o para intercambiar en beneficio mutuo. Estamos inmersos inconscientemente en la fría lógica imperante del homo economicus: la de los contratos,  la de la simetría del tu me das y yo te doy (del quid pro quo) , del si no eres productivo y no me sirves estás fuera, de la abstracción ética sin empatia con las personas próximas a nosotros.

Se hace sin duda cada vez más necesaria una nueva ética  que entienda al Otro no sólo como alguien con el que pactar para obtener algo, sino como un centro de obligaciones para mí. Es necesaria una ética, ahora de carácter femenino, que reconozca empáticamente la alteridad. Debemos mejorar personal y socialmente y evolucionar hacia una ética femenina del cuidado.

Si hacemos una caracterización de género de las éticas, podríamos diferenciar entre una ética masculina de la justicia y una ética femenina del cuidado:

  • La Ética de la justicia (masculina), se caracteriza por el respeto a los derechos formales de los demás, da importancia a la imparcialidad y a juzgar al otro de forma abstracta sin tener en cuenta su caso concreto o sus particularidades. En esta ética, la responsabilidad hacia los demás se entiende como una limitación a la acción, un freno a las agresiones, puesto que se ocupa de conservar unas reglas mínimas de convivencia y nunca se pronuncia sobre si algo es bueno o malo en general, sólo si la decisión se ha tomado siguiendo unas normas formales establecidas.
  • La Ética del cuidado (femenina), consiste en juzgar teniendo en cuenta las circunstancias personales de cada caso. Está basada en la responsabilidad por los demás. No concibe la omisión: no actuar cuando alguien lo necesita se considera una falta. Esta ética entiende el mundo como una red de relaciones y lo importante no es el formalismo, sino el fondo de las cuestiones que hay que tratar en cada caso particular. Es una ética de proximidad. Frente a la teoría imperante en que los hombres son seres autónomos que tienen que hacer pactos entre sí, en el contrato social, en la prevalencia de una figura central de homo economicus desarraigado sin madres, sin esposas, sin hermanas; el concepto central de la ética del cuidado es la responsabilidad en una lógica asimétrica, que excede la mera formalidad con el Otro.

Si se aplica la responsabilidad asimétrica con el Otro de la ética del cuidado, el intercambio no es exacto, depende de lo que cada uno necesite. Los Seres Humanos formamos una red de relaciones, dependemos unos de otros. La responsabilidad y la solidaridad ha de ser un deber ético para el conjunto de la sociedad. Debe existir un simpatía, una philia con el Otro que permite la construcción de lazos fuertes y duraderos responsabilizándonos de los demás; frente al frío egoísmo de la ética  y relaciones actuales dominadas por la lógica apropiativa y competitiva. Además la ética del cuidado, como saben muy bien las mujeres desde tiempos ancestrales, es un antídoto contra la violencia: es difícil destruir lo que uno mismo ha cuidado. 

Ante la gran tragedia del fin de la utopía de un mundo humanizado, encerrando al hombre en un decorado sin más horizonte que la competencia, la silenciosa conspiración de hacernos responsables y cuidar de los Otros, es la necesaria y alentadora lucha soterrada contra la miseria moral que en muchas ocasiones caracteriza nuestras empresas, sociedades e instituciones. 






lunes, 12 de enero de 2015

La política del dinero: el capital impaciente y asustado.


El dinero no es algo políticamente neutral cuya función es permitir el intercambio y la eficiencia de los mercados. Su acumulación sin freno es una de las características más significativas de nuestro sistema económico. Si nos preguntamos por qué los empresarios o nosotros mismos no nos retiramos de trabajar o acumular capital cuando llegados a un punto ya tenemos garantizado nuestro bienestar, y continuamos de este modo acumulando objetos o dinero, dedicando toda nuestra vida y energía a trabajar para un tercero o desarrollar una empresa, no tendremos una respuesta inmediata o fácil de dar.

Pero si consideramos al capital no ya como un stock, mercancía o algo físico acumulable sino como un proceso de valorización en búsqueda permanente de nuevas rentabilidades y mercados podremos comprender que nosotros somos solo un instrumento de este gran engranaje de valorización y búsqueda de rendimiento que es el capital. El empresario y el trabajador van a ser una parte de esta enorme e imparable cadena, en esa dinámica de no perder valor y seguir acumulando beneficios. Este proceso no tiene un final determinado sino que busca impacientemente donde y cómo obtener mayor valorización para sus activos, sin importar los instrumentos a utilizar  como los trabajadores o empresarios o, llegado el caso, desechar.

En la economía actual el nivel de la denominada economía financiera supera con creces la economía real o lo que producimos físicamente (se estima que el PIB del planeta ronda los 60 billones de dólares anuales y que hay en cambio más de 700 billones de dólares en circulación) y esto provoca que el capital no sea sólo impaciente sino también miedoso ante el mayor riesgo geopolítico y la pérdida de tasas de rentabilidad comparadas con épocas anteriores. Cuando hablamos de los mercados financieros como algo a temer, soberanos o impasibles, si tomamos en consideración lo expuesto, en el fondo no son más que una inmensa acumulación de capital impaciente y asustado dentro de un proceso sin fin de valorización y búsqueda rentabilización que cada vez obtiene tasas menores y percibe mayores riesgos.

En la actualidad se observa que cada vez en mayor medida las operaciones empresariales no son ya de lanzamiento de grandes nuevos productos que proporcionen nuevas tasas de rendimiento y beneficios a todos los implicados; sino que se habla de fusiones y adquisiciones con el único objetivo de reducir costes mediante las sinergias mandando a muchos trabajadores al desempleo y a la exclusión social. En el mundo directivo actual, el gestor más valorado ya no es aquel que genera beneficios con un proyecto empresarial inclusivo, sino el que es capaz de atraer inversores. Ya no hay que maximizar los beneficios de la empresa sino su atractivo.

En la idea neoclásica del dinero se consideraba éste como algo físico, una mercancía más que permitía el intercambio y políticamente neutral. Pero el dinero en el que se materializa el proceso de valorización que es el capital es un relación social de deuda. El dinero es un instrumento político que tiene un poder de determinar el valor y las relaciones de deuda por parte de su emisor (el soberano en el pasado o los Estados y Bancos Centrales en la actualidad). Los mercados tampoco son neutrales ya que están también políticamente preconfigurados (así por ejemplo nosotros protegemos por decisión política la propiedad privada en el desarrollo del mercado).

Finalmente el considerar el capital como una (falsa) mercancía más tiene también graves consecuencias en nuestro sistema económico. Una de las grandes ramas de la teoría económica postula que el Capitalismo lo mueve la demanda efectiva y que hay tres tipos de mercados de falsas mercancías, dado que no son mercancías que se producen para venderlas en un mercado: 1) el mercado crediticio o del dinero; 2) el mercado laboral y 3) el mercado de la propiedad inmobiliaria. Al tratarlos como simples mercancías y no limitarlos, lo que se hace es generar grandes desigualdades, burbújas y relaciones de sumisión. Para esta teoría habría que convertir estos tres mercados en bienes escasos para estabilizar el capitalismo, redistribuyendo y generando demanda efectiva, mediante el control nacional de la emisión del dinero y de la banca, la sindicación para dar poder a los trabajadores o los impuestos a la propiedad.

Entender el capital como un proceso de obtención de valor o los mercados y el dinero como algo político creadores de relaciones de deuda, puede explicarnos que nosotros como trabajadores o empresarios realmente formamos parte de un engranaje de valorización del capital impaciente y asustado dentro del cual tenemos pocos grados de libertad para detenernos o que nos dejen parar. El dinero y el capital también es política.