Se ha instalado en muchos de los aspectos de nuestra vida una sensación de provisionalidad. En el ámbito laboral este sentimiento de inestabilidad esta adquiriendo sin duda una forma paradigmática. En el complicado entorno que ahora vivimos percibimos en nuestro desarrollo profesional una especie de aplazamiento diletante desde el cual, y como aprovechándose de esa espera, se adueña de nosotros un sentimiento de precariedad que en el fondo no deja de corroer nuestro carácter y actitud diaria.
Nos hemos quedado sin referencias ejemplares, a largo plazo, trascendentes o sin la promesa de un futuro mejor y es aquí cuando se corroe el carácter como dimensión ejemplar social y se busca en la personalidad individual la manera de afirmarse. Se busca algo rápido y gratificante, una satisfacción narcisista que encuentra en el consumo desaforado la manera de autoafirmarse antes los demás, intentando enmascarar una angustia que se hace cada vez más consustancial a nosotros. Y deberíamos pensar que significado adquiere esa angustia en nuestra vida diaria para intentar diluirla dado que, el sistema capitalista en el que vivimos, la promueve como algo esencial a su dinámica.
Desde la Filosofía, encontramos en el pensador danés Soren Kierkegaard una de las mejores descripciones de la angustia: para Kierkegaard es un concepto amplio, casi un proceso, relacionado con la inocencia, el pecado y la libertad, especialmente la libertad de elegir. La angustia sería el resultado de sumar libertad y culpa, cuando tenemos la posibilidad y responsabilidad de elegir. Kierkegaard describe entonces tres tipos de existencia que el ser humano puede llevar: la estética, la ética y la religiosa:
- La estética es la de aquellos que buscan el placer. Ese, junto con la intención de alejar el dolor lo más posible, se convierte en el valor supremo. Arquetipos de este estadio son el Don Juan de Mozart o podemos encontrar también bastantes en nuestra sociedad capitalista actual que viven una existencia impresionista trazada a base de pinceladas gozosas que nuestro sistema ofrece.
- El estadio ético, por contra, tiene vocación de durabilidad. En él, el individuo se compromete a llevar a cabo un proyecto estable, ordenado dentro de las instituciones. El esposo es el personaje que mejor materializa esta opción y el deber y la fidelidad a los valores supremos.
- El último estadio que el ser humano puede alcanzar en su perfección es el religioso. Está reservado a unos pocos que reconocen la presencia de Dios en sus vidas y quieren vivir de cara a él, de acuerdo a sus normas. Abraham encarna el ideal de esta etapa.
Y si a raíz de todo esto reflexionamos y lo pensamos bien, aunque nos parezca lo contrario siempre nos queda afortunadamente el vértigo de la libertad que para Kierkegaard es el hijo natural de la angustia: una especie de página en blanco desde donde abarcar las infinitas posibilidades que nuestra existencia insustituible nos ofrece en sus diferentes estadios y que ningún sistema por mucho que se organice va a conseguir diluir.
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