Una de las cuestiones
que más debate debería generar, y con la que deberíamos ser radicales, es la
situación actual de nuestro sistema económico de economía de mercado y como
está influyendo y marcando gran parte de nuestros aspectos sociales. Las
implicaciones normativas de la economía, la intromisión de los mercados, y del
pensamiento orientado a los mercados, en aspectos de la vida tradicionalmente
regidos por normas no mercantiles es uno de los hechos más significativos de
nuestro tiempo.
Como expuso el economista Karl Polanyi en su obra "La gran transformación": en las sociedades en el que reina a sus anchas el mercado autorregulador, la sociedad permanece prisionera de las relaciones económicas. Para Polanyi el liberalismo económico promueve un sistema de excepción radicalmente pernicioso que atenta contra los fundamentos mismos de la sociedad, contra la sociabilidad en cuanto a tal.
Polanyi considera al
sistema capitalista una anomalía histórica. En todas las sociedades antiguas,
aunque hubiera mercado, los seres humanos se habían mantenido respetuosos con las
reglas de la reciprocidad, redistribución, solidaridad y obligaciones
comunales; sin embargo, la revolución industrial provoca una "gran transformación" destruyendo de
forma irreversible aquellas formas de interrelación. El sistema capitalista no
es un resultado "necesario" o "natural" de la evolución
social sino que tiene que ser impuesto violentamente por el aparato del Estado
a petición de las clases burguesas y mercantiles.
Los procesos
económicos logran institucionalizarse rompiendo las fuerzas históricas de
reciprocidad, redistribución y de intercambio utilizando a la sociedad como rehén.
Las señales que los precios envían a los individuos racionales es que el ansia
de beneficio prevalece sobre la religión o la cultura, incluso en las
comunidades más tradicionales. El dilema solo puede resolverse si es posible
reducir las normas sociales que gobiernan sociedades enteras a los actos de
individuos movidos por el interés propio. Los mercados modernos y las
estructuras sociales están en conflicto, y allí donde los mercados se expanden
se producen convulsiones sociales.
Otro de los
pensadores que recientemente ha analizado las consecuencias normativas y los
límites morales del mercado es el profesor de Filosofía Política de Harvard
Michael J. Sandel: nos expone en su libro "Lo que el dinero no puede comprar ", que se ha pasado de tener una economía de mercado a ser una sociedad de mercado, a permitir
que la fría lógica económica guíe el rumbo en situaciones en las que la ética y
la moral deberían pesar más. Cuando decidimos que ciertos bienes pueden comprarse
y venderse, decidimos, al menos de manera implícita, si es apropiado tratarlos
como mercancías, como instrumentos de provecho y uso. Pero no todos los bienes
se valoran propiamente de esta manera. Introducir un factor monetario en un
escenario no mercantil, pagar por ejemplo a los niños en las escuelas por
leer libros, pagar por donar sangre, dar prioridad en las colas a la gente que
tiene un pase pagado vip, puede cambiar la actitud de la gente y desplazar los
compromisos morales y cívicos.
¿Por qué debe
preocuparnos que vayamos hacia una sociedad en la que todo está en venta? Por
dos motivos principales: uno es la producción de desigualdad, y el otro la
corrupción. En una sociedad en la que todo está a la venta, la vida resulta
difícil para las personas con recursos modestos. No tienen las mismas opciones
de acceder incluso a servicios básicos como la salud y la educación provocando
las convulsiones sociales de las que hablaba ya Polanyi.
En segundo lugar,
para Sandel mercadear con las cosas las corrompe: corromper un bien o una
práctica social significa degradarlos, darles un valor inferior al que les
corresponde. Los mercados tienen una tendencia corrosiva. Poner un precio a las
cosas buenas de la vida puede corromperlas. Porque los mercados no solo
distribuyen bienes, sino que también expresan y promueven ciertas actitudes
respecto a las cosas que se intercambian.
Los economistas a
menudo dan por supuesto que los mercados son inertes, que no afectan a los
bienes intercambiados. Pero esto no es cierto, los mercados dejan su marca.
Parte del atractivo del mercado estriba en que no emiten juicios sobre las
preferencias que satisfacen. No se preguntan si ciertas formas de valorar son
más nobles o dignas que otras. Si alguien está dispuesto a pagar, por un órgano
vital por ejemplo, y otro está dispuesto a vendérselo, la única pregunta que el
economista hace es: ¿cuánto? Los mercados no reprueban nada. Y en ocasiones los
valores mercantiles desplazan a valores no mercantiles que merece la pena
proteger (como la reciprocidad, la solidaridad,...).
Sandel propone que
hemos de decidir dónde no debe mandar el dinero: sobre ciertos bienes (salud,
educación, vida familiar, naturaleza, deberes cívicos, etc.) debemos saber cómo
valorarlos y dejarlos fuera del mercado. Se trataría de cuestiones políticas y
no meramente económicas. Se debe debatir, caso por caso, el significado moral
de estos bienes y la manera adecuada de valorarlos.
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