lunes, 6 de diciembre de 2010

Estética del silencio y construcción sujeto moderno (III): Susan Sontag

Susan Sontag en un artículo de Estilos radicales (1967) afirma que “en la época moderna una de las metáforas más trajinadas para el proyecto espiritual es el arte” y problematiza el arte como naturaleza absoluta de la actividad del artista. El arte se convierte proyecto espiritual, actividad absoluta y causa de trascendencia. El arte no es una mera expresión de la conciencia, sino más bien su antídoto; su emancipación, su aspiración de trascendencia es el denominado arte con fines sacerdotales. Pero el problema surge con la necesaria naturaleza material del arte ante esa búsqueda trascendente.

Desde la óptica de Sontag, la aventura poética de los simbolistas, de los surrealistas más tarde, constituyen verdaderas conquistas del hombre en cuanto a ensanchar su mundo cognitivo y a plantear misterios hasta entonces innombrados para el alma humana. Con diferentes intensidades, en distintos periodos, el arte, particularmente la poesía, ha gozado del atributo de ser un extremo de la experiencia humana, la ladera más empinada por donde el hombre trepa hacia la cima de sí mismo. El artista como visionario, como mártir, como dolorosa conciencia social, ha ido dando si no una espiritualidad con todo lo que la palabra podría significar,  al menos una modulación a sus ideales y una respuesta radical a sus conflictos.

Dada  la naturaleza esencialmente material del arte, y esa pugna por alcanzar a través del arte la plenitud de la experiencia de la conciencia el “espíritu que busca corporizarse en el arte, choca con la naturaleza “material” del arte mismo”. El artista tiene entonces con su instrumento una relación conflictiva, que lo empuja y lo inhibe a la vez: el arte, sus procedimientos y toda su retórica se interponen a la consecución de este estado superior de conciencia. En la obra de arte individual ingresa un nuevo elemento que se convierte en parte integrante de ella: la exhortación (tácita o implícita) ” a abolirla y en ultima instancia a abolir el arte mismo”. El arte se convierte en el enemigo del artista, porque le niega la realización (la trascendencia ) que desea. Continúa Sontag: “Así como la actividad debe concluir en una vía negativa, en una teología de la ausencia de Dios, en un anhelo de alcanzar el limbo del desconocimiento que se encuentra más allá del conocimiento y el silencio que se encuentra más allá de las palabras, así también el arte debe orientarse hacia el antiarte, hacia la eliminación del sujeto (el objeto, la imagen) hacia la sustitución de la intención por el azar, y hacia la búsqueda del silencio”.

En esta línea, Susan Sontag invoca los nombres más obvios, Rimbaud comerciando con esclavos en Abisinia después de haber vislumbrados los límites de la conciencia-infierno; Wittgenstein abandonando su carrera de profesor para perderse en un oscuro anonimato de enfermero de hospital; Duchamp renunciando a las glorias de la mundanidad artística para enfrascarse en otro matemática superior, el ajedrez. Existiría pues la constatación, luego de una intensa experiencia intelectual, que la sola honestidad que le cabe al artista es la renuncia, el silencio, luego del cual se aprecian la verdad, futilidad y frivolidad del arte tal como lo concebimos. En otras palabras, el arte como un amaneramiento del espíritu, un camino intermedio y una pista equivocada, condenada al
fracaso para ese estadio superior, que en términos de ajedrez también sería hacer tablas con la conciencia.

Este estado de silencio al que ha tendido el arte moderno asume diferentes formas. El artista experimenta la tentación de cortar el diálogo que sostiene con el público. Sontag sostiene que “mediante el silencio el artista se emancipa de la sujeción servil al mundo, que se presenta como mecenas, cliente, consumidor, antagonista, árbitro y deformador de su obra”. Dado que esta opción del silencio nunca es total y siempre es parcial, ya que los artistas continúan haciendo arte, una forma de transacción con ese espíritu trascendente ansiado es el cripticismo del lenguaje artístico. El arte, entonces, ya no pretende comunicarse con el público receptivo, sino que es una cuestión que el artista resuelve consigo mismo en un duelo ensimismado.

Esta ruptura tal vez sea uno de los más preciados trofeos del arte moderno, y para Sontag, una prueba sintomática de que el silencio existe. El arte como camino de trascendencia, el arte como proyecto espiritual, el arte como actividad absoluta, comienzan a sonar sospechosos, como si no fuera este un problema de agotamiento de medios, sino simplemente que es el blanco equivocado. Y  este silencio consecuente no es otro que la actitud ofuscada, vehemente, taciturna que adoptaron muchas formas de arte en las décadas de los sesenta y setenta. El arte conceptual es un hijo predilecto de este espíritu y a partir del ready made el arte comienza a acabar con el sentido original de la comunicación.  En palabras de Beckett: “La expresión de que no hay nada que expresar, nada que sirva de punto de partida para expresar, ni poder para expresar, ni deseo de expresar, a lo cual se suma la obligación de expresar”. Buena parte de la vitalidad del arte moderno proviene de esta frustración.

1 comentario:

  1. Tu reseña me suena muy familiar a la crítica de Gonzalo Contreras

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